Avanzan con la materia de la rabia,
con los nombres reptantes por el suelo,
llegan arrastrando la inquietud de las selvas
y con la ansiedad clavada en el rostro
como espías deseando tejer telarañas
sobre mis libertades escritas.
Entran como si los ojos fueran manos
y la figura, un resumen de disfraces,
fingiendo ser portadores
de buenas costumbres.
Apacentando algún mal contra el cielo,
justo cuando deja caer las luces
como una conglomeración de sombras
resignadas al abrigo
de sus hampescas doctrinas.
Advirtiendo el livor de su aspecto,
preparo la acerbidad del celaje
como una de las tantas mujeres testigos
de la expresión bombardeante
del hombre en los portentos
de la inocencia experta al disparar
la potencia moral con la Metralla.
Afirmo que vienen y vuelven con el regreso
del masoquista, atando la espera
a la dependencia de mi lírica armadura.
No me asombra que, día tras día,
su porte se vea, trágicamente, más jodido
con esa búsqueda encadenada
al menester del flagelo.
Y yo que no le pongo anestesia al lenguaje,
ni a la retórica, ni al discurso,
por el deleite de su guión al natural,
naciendo como celebración de alguna fiesta,
cuando enfrento las bocas románticas
de placer masticando la semántica del gozo
esparcido como un recordatorio mío
y sin descanso hasta la perturbación
de sus memorias.
De hecho, tengo una inmensa
colección de regocijos en la tinta,
cada vez que gesticulan la histeria dolorosa
y escandalizados pasan por mis ojos
como bandidos golpeados por mi sangre,
antes de seguir al catálogo que se puebla
como fértil jardín, con sus eternas cicatrices.