Cuando un incendio oscurece
De esos incendios en el pecho
que convierten el amor en fugaz ceniza
y justo en el instante del fuego consumado,
sobrevive la frialdad de ese calor a la deriva,
donde rueda una ilusión calcinada dispuesta
a ser la más simple metáfora del polvo.
En esa mezcla de final entrelazado
es que me adhiero a tu postura más abstracta
para entender que el aire de un adiós
suele ser más vivo que el cuerpo,
cuando el corazón se torna un nido de niebla
para todos los grises que se arriman.
Si lo visualizas en proyección contraria,
verás que los párpados se arrastran
por la humosa dimensión del olvido
y, a contracorriente, algún recuerdo agrietado
es la partícula de aquellos paisajes
que las sombras ya oscurecen.
Percibirás... que el olfato, esclavo del viento,
es un peligro insoportable que convulsa
sobre la secura de las huellas;
ahora con esencia a incinerado camino
hacia la siguiente distancia.
Sentirás que la mirada nace para morir
con un doble golpe de escarcha,
apagando por entero la temperatura
de aquel beso definitivo
que rozó mi alborada en tu invierno.
Solo el tacto tiene otra forma de contacto
para el ritual indiferente de las manos
que nunca iniciaron el rescate urgente
del ascua que temblaba de frío en los dedos,
por eso, si logras entrar a la última caricia
crepuscular que te di, puedas ceñir contra ti
la doble intensidad que llevaba
de este extremo al tuyo. Y tal vez allí,
en acoplamiento sensorial
con ese hervor lejano,
ya no sientas tan oscura la noche.
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