Y los fantasmas que descansen
Hay un fantasma que no descansa,
lleva una cadena de amor en sus talones,
tiene algún horizonte atado al alma
y lo vomita hacia la tierra, hacia la noche.
Mucho antes había en su cuello un lazo de serpiente,
luego, fue el clasificado suicidio sin temores,
mientras se teñía de tinieblas la alborada
y se paraba su historia en los relojes.
La despedida fue en la moribunda campanada
que dejó el silencio escarchado, a borbotones.
El adiós indefinido alcanzó la inmóvil nada
y en medio del vacío vi una lápida y su nombre,
el blanco invernal de la ausencia en marcha
que conducía a la muerte por el bruno bosque.
Yo despedí con prestancia su eterno viaje,
coloqué en su pecho inquietas margaritas,
frescas alelíes y sueños descarnados
en los estilosos jarrones de color ocre
y en el cielo una mirada acompañaba la plegaria
y el acostumbrado perdón con bendiciones.
Al voltear, hallé otros brazos liberados
ofreciendo en sus dedos las opciones:
un rosario de flamantes esperanzas,
sendas para continuar los resplandores
y la liviana espesura de otra vida
con el presente madurando nuevas ilusiones
como frutos exquisitos de mañanas
que se visten con colores más radiantes,
porque el tiempo renueva primaveras,
los árboles tienen derecho a deshojarse,
a mostrar la emoción en cada hoja,
a transmitir su intimidad al aire,
y los fantasmas que descansen.
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